sábado, 21 de abril de 2018

ASTRID FUGELLIE GEZAN




Del libro Los círculos, 1988, Ed. La Trastienda, 1996.

raulina yagán yagán

Raulina Yagán Yagán, la última yámana de Tekenica 
y de Ukika, poblados de nutrias y sembraderos vecinos
a la crueldad de las redes y el mar, murió un diez
y siete de abril de mil novecientos ochenta y siete.

Raulina Yagán Yagán no dejó más descendencia que
uno que otro tejido a telar, que la infeliz hubo de
aprender para sobrevivir, porque el mínimo empleo
repelió su oficio de entrelazadora de canastos y
canoas en miniatura.


Y así, Raulina Yagán Yagán, la última yámana de
Tekenica y de Ukika subió a los cielos donde Pedro,
en nombre del Dios Padre Todo Poderoso la recibió:
-¿Tu nombre?
-Raulina Yagán Yagán, repuso la indígena con la
cabeza gacha, y luego agregó, Annu lalayala...
-¿Qué dices?, interrogó el Blanco Santo.
-¡Los he dejado!, ¡Ya los he dejado!, ¿Dónde puedo
encontrar a mi padre dios yámana?
-¿Tu dios padre yámana?, ¿Te refieres al dios padre
de los yaganes?, insistió algo desconcertado el bueno
de Pedro.
-¡Sí!, sisí, se esperanzó Raulina Yagán Yagán.
-Murió, Raulina, tu padre dios murió el diez y siete
de abril de mil novecientos ochenta y siete, en la
tarde.



maximiliana pirul

Y llegaron los días en que el dolor de la Patria

debía hablar.

Y llamé a Maximiliana Pirul, que era madre de José

el cantor parroquial y le dije:

 -¿Por qué lloras?

 -Aprehendieron a José mi primogénito.

 -¿De qué lo acusan?

 La mujer-abnegada repuso entre dientes:

 -De tener la voz como caída del cielo.



 angelina quilleleo

-Se me han endurecido las palabras, rezongó                       

Angelina Quilleleo.

Luego agregó, con la frente clavada al confesionario:

-Cuando era moza podía hablar de los ojos de los                 

árboles, de los troncos llorosos de la luna,

de las caras de las tortillas madurando sobre el fogón.

Entonces los campesinos y el runrún de los Temus              

me decían:

-¡Qué bien cantas con palabras, Angelina Quilleleo!

-Un día, cuando en abril era julio, un mercader me                 

refirió la capital: «Es un hechizo, dijo: los edificios                             

son espejos encantados. En ellos puedes verte de                             

cuerpo entero o al revés, (con la cabeza pegada al

pavimento y los pies como perdidos en el cielo).

Además, no escasea la harina, ni la azúcar, ni la plata».

 -Me vine, pues, señor cura, susurró Angelina                        

Quilleleo, porque el Norte era la tierra de los elegidos.

 -Pero no había azúcar, ni harina, ni plata y los                       

edificios me daban el mismo miedo que alguna vez

me inspiraron los chuchúes que habitaban los cuentos

de mi abuela Fresia, que además de vieja y pobre,                           

era sabia.

-Y así, las palabras se me enduraron y he debido                             

hurtar menestras a la mala muerte.

-Confieso que he pecado, sollozó Angelina Quilleleo.

 La ventanilla del confesionario se abrió. El cura y

la mujer se miraron.

 El cura, con visibles hilillos de sangre en la frente,

dijo:

-Anda mujer, no hay penitencia.



 lucrecia millapi


 Fresia Millapi tenía una hija llamada Lucrecia.

De la voz de Lucrecia Millapi se decía: Es dulce

como el canto que se aprende de la cuyuca. Y de

su pecho emotivo: Se lo prodigaron las loicas.

Lucrecia Millapi ayudaba a su madre. Cuando

ambas salían cargando las sábanas, las pobladoras

secreteaban: Se le parece a los ángeles.
Lucrecia Millapi murió siendo niña y Fresia, su

madre, lloró tres largos días y tres noches largas,

al cabo de los cuales le sobrevino el consuelo:

Bueno, pensó la mujer, Lucrecia no merecía

mi suerte.


Del libro Los círculos, 1988, Ed. La Trastienda, 1996.

raulina yagán yagán

Raulina Yagán Yagán, la última yámana de Tekenica 
y de Ukika, poblados de nutrias y sembraderos vecinos
a la crueldad de las redes y el mar, murió un diez
y siete de abril de mil novecientos ochenta y siete.

Raulina Yagán Yagán no dejó más descendencia que
uno que otro tejido a telar, que la infeliz hubo de
aprender para sobrevivir, porque el mínimo empleo
repelió su oficio de entrelazadora de canastos y
canoas en miniatura.


Y así, Raulina Yagán Yagán, la última yámana de
Tekenica y de Ukika subió a los cielos donde Pedro,
en nombre del Dios Padre Todo Poderoso la recibió:
-¿Tu nombre?
-Raulina Yagán Yagán, repuso la indígena con la
cabeza gacha, y luego agregó, Annu lalayala...
-¿Qué dices?, interrogó el Blanco Santo.
-¡Los he dejado!, ¡Ya los he dejado!, ¿Dónde puedo
encontrar a mi padre dios yámana?
-¿Tu dios padre yámana?, ¿Te refieres al dios padre
de los yaganes?, insistió algo desconcertado el bueno
de Pedro.
-¡Sí!, sisí, se esperanzó Raulina Yagán Yagán.
-Murió, Raulina, tu padre dios murió el diez y siete
de abril de mil novecientos ochenta y siete, en la
tarde.



maximiliana pirul

Y llegaron los días en que el dolor de la Patria

debía hablar.

Y llamé a Maximiliana Pirul, que era madre de José

el cantor parroquial y le dije:

 -¿Por qué lloras?

 -Aprehendieron a José mi primogénito.

 -¿De qué lo acusan?

 La mujer-abnegada repuso entre dientes:

 -De tener la voz como caída del cielo.



 angelina quilleleo

-Se me han endurecido las palabras, rezongó                       

Angelina Quilleleo.

Luego agregó, con la frente clavada al confesionario:

-Cuando era moza podía hablar de los ojos de los                 

árboles, de los troncos llorosos de la luna,

de las caras de las tortillas madurando sobre el fogón.

Entonces los campesinos y el runrún de los Temus              

me decían:

-¡Qué bien cantas con palabras, Angelina Quilleleo!

-Un día, cuando en abril era julio, un mercader me                 

refirió la capital: «Es un hechizo, dijo: los edificios                             

son espejos encantados. En ellos puedes verte de                             

cuerpo entero o al revés, (con la cabeza pegada al

pavimento y los pies como perdidos en el cielo).

Además, no escasea la harina, ni la azúcar, ni la plata».

 -Me vine, pues, señor cura, susurró Angelina                        

Quilleleo, porque el Norte era la tierra de los elegidos.

 -Pero no había azúcar, ni harina, ni plata y los                       

edificios me daban el mismo miedo que alguna vez

me inspiraron los chuchúes que habitaban los cuentos

de mi abuela Fresia, que además de vieja y pobre,                           

era sabia.

-Y así, las palabras se me enduraron y he debido                             

hurtar menestras a la mala muerte.

-Confieso que he pecado, sollozó Angelina Quilleleo.

 La ventanilla del confesionario se abrió. El cura y

la mujer se miraron.

 El cura, con visibles hilillos de sangre en la frente,

dijo:

-Anda mujer, no hay penitencia.




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