El Sueño
REG. Propiedad Intelectual: 181.489, junio, 2009.
I.S.B.N: 978-956-265-198-1
A mis hijos, Pablo, Valentina Soledad y
Mauricio
Gemía la noche,
llena del rumor de los sueños
Víctor Hugo
Tanto en lo bello como en lo
horrendo, el sueño crea mucho más allá de su experiencias, mucho más allá de la
armazón de éstas; nos da a la vez el cielo, el infierno y la tierra.
Jean Paul
Me consagré, con todas las
fuerzas de mi voluntad, a la tarea de ir más allá en el misterio cuyos velos
había empezado a descorrer. El sueño se burlaba a veces de mis esfuerzos y no
traía consigo sino figuras gesticulantes y fugitivas.
Nerval
Uno.
Aún
cuando todo
y eso
saliera de allí
parido en su humedad
Aún si
alumbrase lo oscuro que pende
de los labios
atacando al miedo
Todo
y eso
no fuese sino un cascabel tirado
sonando
su mansedumbre
de juguete ciego
La calle desolada
las cosas indefinibles
se abrieran
Aún cuando todo
fuera un árbol
cortado por el filo
Eso
mil veces eso
pulularía por mi costado
cicatriz
grillete
pertenencia
invalidándonos
Porque no es su nombre
sino todos los nombres
(Su jauría interminable)
Aún cuando
encendiera las respuestas
no acuñaría su juego
no revelaría el motivo
de este desgano
Sobre toda la existencia
hay una interrogante
un signo
una risa leve
como si eso
nos mandase el cuervo
de sí mismo
En el sueño
eso es la vinculación
los mínimos destellos
el vuelco
un pensamiento
la pesadilla
abiertos los ojos
pero cegados
hundidos
temblando
Afuera es la vigilia
donde ocultamos
eso
Asuntos
Pendientes
Qué duda cabe
después de la despedida
que ha durado siglos
consagrados a la extensión
de los cuerpos
Qué pesadilla o bestial aprendizaje
o morbo
ha sido este
convite a lo imposible
a lo gastado
de ti
y de mí
a los remiendos
Ni yo
ahora
sé por qué escribo
cuando debiera
estar sobre la cama
soñando con la muerte
esperándola
o pensando en la puta de Talcahuano
que se quemó a lo bonzo
por culpa del olvido
Como dijo la Palmenia Pizarro
por culpa
del mal amor
por culpa del licor barato de la tía Yola
Qué duda cabe
Bartleby tenía razón
sólo queda tenderse sobre un césped de
manicomio
con los ojos abiertos
para que nadie dude que estamos vivos
pero muertos
Que preferiríamos
no hacerlo
pero igual se nos vienen las ganas de amar
de escribir sobre los muros
de una ciudad indiferente
Igual el otoño
se llevó desnuda a la puta de Colón
su cuerpo del delito
mulata
como la Amalia Rodríguez
igual de triste
pero más pobre
infinitamente más sola
menos diva
Qué duda cabe
si los suicidas son inmortales Maupassant
no le entran balas
ni cuchillos
sólo se mueren de palabras idas
de silencio
de habitaciones encerradas
de soledad
nos incendiamos de soledad
somos brazas a medio fundir
huesos carbonizados
que dicen adiós
porque hay una hermandad de las cenizas
donde nos encontraremos
Por eso esta tarde
de bruces sobre mí
me habla de todas
Marguerite
Virginia
pero sobre todas
sobre cada una de ellas
y de mí
que me lo sufro todo escuchando a la Palmenia
pienso en la putita de Talcahuano
que rompió la noche con su grito de madera
quemada
de cuerpo obrero
proletario
de fado triste
de saudade
de radio a pilas
de inmigrante
de poetisa sin libro
sin beca literaria
sin subsidio rural ni del otro
sin hoyo donde enterrarla
(qué paradójico)
Sólo el destino de las animitas es para ella
Animita de las putas de la calle Colón
flores de papel
mil grullas
y el cielo se les abre
¡Ay! no sé por qué escribo
de los adioses Vilariño
a ti te regalaron unas noches en exclusiva
es todo cuanto pudo Onetti
es todo cuanto pueden darnos
no te creas la muerte
después todo se desgaja
y por eso se escribe
sobre asuntos pendientes
como la cuenta de la luz
la sobrevivencia toda
entre los versos que no nos alimentan
las páginas sociales
y el colon irritable
en los bordes de la desesperación
pensando en la tarde que nos encontrará a
tientas
buscando algo
que no se ha perdido
porque nunca estuvo
En la ausencia
como las cartas muertas de Bartlebly
Qué duda cabe
Dos.
No es sólo la mujer
caída sobre el volante Es su cuerpo recostado sobre la mañana rasgándola como
un cuchillo en un otoño repentino Su brazo arqueado sostiene la cabeza y ambos
son contenidos por el volante del automóvil quieto La curvatura de su espalda
deja a la vista sobre el suéter gris el contorno de la espalda cortada a la
mitad por pequeños montículos de vértebras métricamente descendientes La
cabellera enmarañada le cubre el rostro
en un ángulo que se pierde Y las piernas levemente separadas con desgano
reposan sobre el piso Una voz le habla por un altoparlante ¡Acelere! –dice–
Atrás una fila de gente toca la bocina pero ella sólo escucha voces de otros
lugares Ella siente una marea que la ha arrojado a una playa desconocida que no
quiere indagar Afuera de ella hay una calle con niñas del colegio de
monjas Afuera alguien vende manzanas
confitadas y algunas mujeres de luto caminan al hospital Unos hombres se
acercan al auto La voz del policía continúa diciendo que se desplace del camino
que se mueva rápido Eso es afuera de la mujer que está dentro del auto o al
borde del arrecife En el fondo de ella hay un tiempo de reversa con pedazos de
imágenes recortadas por infinitas puntillosas imágenes disueltas en un oscuro
pozo donde ella mira la caída interminable hacia un final curvo que la contiene
toda y la vacía Afuera una mujer describe a la mujer que mira el fondo de ese
estrecho fragmento de agua La mujer ve
desde su segundo piso el cuerpo abatido de flor marchita o de tallo cortado y
su cabeza desligada de la mañana como un rastro de noche olvidado de los ciclos
Ella ve la fila de autos atascados oye los gritos que la insultan los autos
detenidos en medio de toda la calle y la anterior en una hilera indeterminada y
delirante La mujer piensa que esa otra se parece a ella que siempre se ha
quedado en el lado inoportuno de la existencia Ella piensa que la mujer recibió
una noticia de muerte pero que no debe morirse sino que permanecer sin
permanecer y quedarse sin quedarse seguir pero detenida y no escuchar las voces
de afuera ni las de adentro sino un gran silencio colmado de aleteos que
ensordecen y por eso ni el altoparlante ni las bocinas le incumben La mujer
tiene la mirada en algo que se va o que se ha ido hace mucho y recién lo entiende
como un disparo a quemarropa pero en cámara lenta y no siente aún el dolor y
cae sobre el volante que apenas la sostiene muerta de asco por la sangre que no
reconoce como suya La mujer piensa que la mujer debe tener cuarenta años por la
forma del cuerpo algo descolgado de sí mismo acercándose a una muerte que
termine de desgajarlo Lo piensa también por las cicatrices en las pupilas de
lágrimas congeladas por un invierno lento La mujer piensa que la mujer que la
observa tiene espinas de tunas en los dedos como si cosechara la superficie de
las cosas Ella piensa que la del segundo piso quisiera dejarse caer sobre la
mañana todas las mañanas cortarlas como una tela sobre la que descansan unas
pinturas viejas de enamorados piensa que no ha dormido por una herida que la
desangra y desconoce porque no ha visto aún la sangre porque tiene los ojos en
ella y no se ve de espaldas desde la calle y no puede observar la estocada a
traición en medio de su espalda saliéndole por el pecho goteando La mujer cree
que se ha detenido junto al árbol de la vereda para ser raíz y desaparecer
Primero la cabellera después el ángulo invisible que sólo es de su pertenencia
luego el cuerpo tragado por un barro arcilloso en medio de la calle hasta
horadar el tiempo de segundos imperfectos e innecesarios Ella piensa que la
mujer desea volar desde un piso inmensamente más alto para emprender un viaje
sin retorno con la herida rojiza como jirón al viento Piensa que observa todo
lo que le ha sido arrebatado que todos acá abajo llevamos un pedazo de ella que
es necesario desarraigar el árbol que contiene todos los tiempos para que
vuelva a reconstruirse Ella piensa que la mujer del segundo piso no es de este
mundo ni de los otros y que lo sabe y por eso mira con familiar fatalidad el
transitar de los ignorantes La mujer piensa que la mujer no se moverá a menos
que le traigan un río enorme donde verter el charco que le atrapa los ojos que
ni la voz los gritos ni los silencios serán suficientes para que nos regale su
cuerpo apretado a la mitad por el volante o por la vida Piensa que deberá
escribir sobre ella que le gustaría que el vidrio estuviera más limpio para
llenar un fragmento del cuadro que hace parecer al cuerpo algo difuso como si
la envolvieran hongos verdosos Luego piensa que nunca podrá saber lo suficiente
para retratarla con palabras que su pensamiento será otro ángulo que ocultará
otro ángulo que hará desaparecer el ángulo total que es la mujer sobre el
volante que sólo puede escribir con trazos de obeliscos derrumbados que cortan
la mañana como estatuas náufragas sobre el agua pantanosa de los sueños La
mujer sabe que ella quiere someterla para siempre a una hoja de cuaderno
resquebrajado con tintes de vino y de aguacero. Siente la tensión del lápiz
detrás de la oreja de la que mira sabe que así se levanta para escribir unos
sueños inexplicables de perros arrancándole la mejilla y que no puede porque
siempre tiene miedo de escribir la realidad y prefiere la mentirosa calma de
las tazas de agua caliente que traga para calentar el hielo que la paraliza
Ella ve los hombres acercarse al auto abrir la puerta descorrer el cuerpo como
una goma de juguete viejo Ella ve que el auto se desliza hacia la vereda bajo
el árbol Puede ver el ángulo perdido
reflejarse en el vidrio de la puerta del auto que se refleja en los vidrios de
la puerta del colegio que ella ve reflejados desde los vidrios del segundo piso
con un pedazo de polvo pegado o de gusanos muertos La mujer sabe que la mujer
recorre la ventana porque ve los tintes rojizos de la herida a quemarropa ve la
marca que traza la sangre perfectamente rectilínea sobre el cristal con pedazos
de puchos apagados o ríos de recuerdos insuficientes Ella ve el ávido deslizar
de automóviles encrespados por un sol furioso ve las apatía de las niñas comprando
manzanas confitadas para prolongar una infancia insensata Siente un ruido de
charco o de ollas hirviendo Ve el líquido deslizarse por el vidrio donde
aparece una herida de mujer trazada con precisión de carnicero o de aprendiz de
lobo en luna llena Ella ve que se retuerce levemente hacia la izquierda de la
ventana y cae pálida con la delicia del aturdimiento Ninguna entendió que había
una sombra sobre los cuerpos más inmensa que ellos reflejada en los vidrios que
sólo Ella podía ver
Era
otoño o quise que fuera otoño
que todo se desprendiera de su centro
que las calles –tú sabes – se vieran como en
la película
con una transparencia de ala en vuelo
Era tarde y había ebrios
y teníamos miedo de la calle y sus peces
y del ruido del mar al lado nuestro
como en la película –quise pensarlo –
Empezaba una llovizna que nos blanqueaba el
pelo
como si hubiéramos estado años
parados donde mismo
como un efecto especial de la película
Y había un gato negro que llamábamos presagio
y había un gran silencio cortando la noche
llevabas el abrigo que usaste en la primera
cita
como en la película
fumábamos con avidez los últimos cigarros
yo venía de un viaje corto
que lo cambiaría todo
un indicio apenas de lo que vendría más tarde
yo no pienso que el amor
o la muerte duren para siempre –susurré –
antes de entrar al hotel que era lo único
que incendiaba la noche
tu me besaste –como en la película –
me dijiste no te mientas a ti misma
entonces comencé a entregarme
pensando en un marinero –como en la película –
tú afirmabas que esa noche sería irrepetible
afuera los peces se revolvían con el mar
Era la madrugada como un telón rojizo
y estábamos cansados y teníamos miedo
sobre nuestro rostro habían otros rostros
como en la película
un alud de recuerdos nos tiraba a la calle
afuera yo no era yo y tú no eras tú
así que nos saludamos cortésmente
como en la película
En esa hora precisa de la tarde
guardaban la noche en un rincón de utilería
yo te hice una seña de adiós con la mano
y me quedé observando la lluvia
los peces de papel maché
el gato de mentira
el espacio solo
olvidándote
como en la película
Tres.
Nadie podría creer
que se fuera esgrimiendo unas razones insensatas. Que nos miró un rato largo
mientras nos ahogábamos en el vaso de alcohol, que aquella noche tomé sin
miramiento de los puros nervios porque se iba iracundo por entre los jarritos
con plantas del rincón de la pieza, como si nunca hubiera atados nuestros
cuerpos con su enredadera fogosa que nos obligaba a bebernos de pura necesidad
en el desierto del cuarto donde nos prometimos tanto para cumplir tan poco. “Lo
que no hiciste por miedo puedes no hacerlo por amor”, me encontré pensando en
la tercera o cuarta copa, cuando importaba de un modo raro que se fuera, como
si ya empezara a doler con el dolor acuoso que ahoga a los ebrios. Tenía en la
memoria la cara de Benjamín Vicuña que hizo de Manuel Rodríguez en la película.
Lo habíamos visto morir de un balazo en el cuello, habíamos llorado por ese
hombre, por su rebeldía, por la necesidad de atrevernos a decir
que había un motivo en la noche, lejano a nosotros, que nos hacía llorar, pero
lo que en realidad no queríamos era voltearnos y observar como se iba mientras
lo mirábamos con ojos necios, desatados en el lenguaje que no explica nada,
porque lo que en realidad importa no puede ser dilucidado en la oscuridad de
una noche y por eso se bebe, porque no rescataremos ni una palabra que nos
sirva de algo en la soledad que llegará más tarde. Tú decías que era una forma
de mirar el mundo, un mundo que no era mío, porque el alcohol nos enseñó a
advertir dos, o uno que se había dividido para siempre justo cuando llenábamos
los vasos estrujando la botella para brindar por esa fragmentación definitiva.
Luego hablaste de los pueblos solos, de las mujeres viejas y tullidas en los
pueblos solos, hablabas del desamparo y yo simulaba escucharte atenta porque no
quería que voltearas la cabeza para ver como se iba. Me acordaba del libro de
García Márquez, del hombre que esperó al amor de su vida sólo para morir con ella
en los pantanos desolados, me acordaba que no te gustaría la idea de morir así,
porque la vida es ahora repites siempre y cada vez que lo dices ha transcurrido
un siglo lleno de segundos que nos asoman al infortunio de horas en retirada y
por venir. Yo creía que si la puerta se cerrara con un golpe seco, sabríamos
que era el momento de no defendernos más, de beber en silencio de una buena
vez, porque ya nos habría abandonado para siempre y no tendríamos que
preocuparnos de buscarle por la casa, de madrugada e insomnes, desesperados de
nosotros mismos que ya no éramos uno, porque esa posibilidad se habría ido y
tendríamos que intentar dormir, intentar no abandonarnos al miedo irrefrenable,
a su indefensión Y no era ella la culpable, como dice la canción mexicana que
nos causaba risa. No era ella sino el impulso que te dio la película “Lolita”,
el arrebato de tomar y enloquecer en el juego. Le sentí dar vueltas, chocar con las reproducciones de Modigliani,
con la desnudez de esa línea inconclusa alrededor de los cuerpos. Vi que se
ondulaba en mis piernas con un fuego helado que llamaba a las lágrimas. Yo te
lo decía con la mirada en la noche de los cantos ebrios, mientras él
revoloteaba como una mariposa nocturna sobre nosotros y era seguro que si abría
la ventana se iría y nunca más sabríamos su itinerario de estaciones, ni
contemplaríamos su semblante mustio de confesiones tercas. Los vasos en la
noche se estrellaban contra la verdad que imponía la imposibilidad de un
destino que nos recoja, nos libere y nos ate. Precisamente por eso no
devolvimos su adiós. Rebanados por las palabras, escuchamos el ruido de una
puerta cerrándose, expulsando algo que ya no estaba.
Las
cosas
Todas las cosas se fragmentan con la tarde
Se trizan
Se convierten en un génesis de sí mismas
(otro borde del abismo)
Todas las cosas obedecen sus propios
calendarios
Yo escribo un cerco primaveral
luminoso
esbelto en la caricia
pero el fango de
su tiempo
instala un brío demencial
Las cosas son arrastradas
por la tarde
Se hunden en el gris amarillento de lo oscuro
en la corteza del recuerdo
que navega
Yo siento que las cosas reverencian la tarde
con atisbos de lo que fueron antes de caer
y estrellarse
hasta adquirir los fragmentos que las guardan
Alguna vez
sólo una digo
vi el momento justo del aturdimiento
el juego de cristales
donde se reflejan
Los cristales vienen en el fondo de las cosas
su fragilidad
su crisálida
y allí vuelven
entran por los resquicios
donde elaboran sus simetrías
y se escabullen con la tarde
Dejan en su fuga
el acceso clausurado
para la interrogante
Mi habitación se despuebla
y esta ausencia contiene
el silencio y la soledad
única puerta
para atraer todas las cosas
que se trizaron con la tarde
Cuatro.
Como si no pasara
nada. Como eso. Abrir un calendario a la mitad y cortar los números que
tarjamos con la certeza que en ese día ocurriría algo importante. Y luego
tirarlo a la basura, no recordar las fechas, ni los rostros que estaban detrás
de esas fechas, ni la consagración del olvido que implica el acto de echarlo
todo a un basurero viejo y volver sobre el café humeante y sentir lo mismo que
cuando estábamos esperando un tiempo por venir que no significaría nada. Porque
afuera sigue el otoño su camino de viento solitario y la noche cae de repente
sobre la pupila y es hora de soñar con la playa blanquecina, lograr alcanzarla
en el sueño luego de mucho dar vueltas en la cama, desesperada, apuntando
equívocos que pudieron verse bien a la luz del entendimiento, pero en la
oscuridad todo cuelga del techo y cae a intervalos que no importan. Así
llegamos a la playa y encontramos al hombre muerto con el fusil a su lado,
tomamos el fusil y disparamos. Allí no hay calendarios torpes que asienten la
certeza. Allí las brujas se sonríen con rostros casi humanos, medio de calavera
infecta y princesa rescatada. A veces, dormida, pienso que estoy en el minuto
exacto para emprender el vuelo. Entonces enarbolo un vestido rojizo y me elevo
sobre casas ínfimas en noches pequeñas e indiferentes. Como si no pasara nada,
doy un vuelco y caigo sobre una cama donde un hombre se masturba. La llama de
una vela se agiganta cuando salta su semen sobre el piso de tablones gastados.
Y luego todo se descascara: la cama, el hombre, la vela, sólo queda la
sensación de que matamos a alguien en una playa sola. Y que vendrán por ti. Siento
la aguja de los minutos en el latir apresurado de mi corazón, en la herida que
aún no me prodigan pero que ya duele, como si desprendiera mi costado y me
impidiese avanzar el tramo justo, entre hombres que me miran con paciencia de
soldados muertos. Sé que estoy escondiéndome de lo inevitable, pero aún así el
cuerpo todo se atribuye por sí mismo la grandeza que decae más al fondo de mí,
como si fuera distinta desde afuera hacia adentro y viceversa. He matado a un
hombre en el aturdimiento de un juego adolescente y he perdido para siempre la
playa. Ahora camino, medio en mí, por entre árboles desgastados y pienso en los
calendarios que tiré al fondo de un pozo donde los días se destiñen. Porque no
existe incertidumbre en los sueños sino certezas varias a las que nos
acostumbramos como a un desorden invernal de hojas al viento. Avanzo limitando
el desgano con una congoja leve que no perturba el paso ni agranda la herida.
Busco amor en los mercados y ese tiempo marca también el miedo a ser
encontrada. Llamo al hombre y no escucha mi grito entre todos los gritos de
animales rebanados en el matadero y plumas al viento de gallinas
descuartizadas. Veo su espalda y presiento el rostro evasivo, en ese año de
calendario impredecible. Hay una batalla y temo descargar el fusil y matar de
nuevo, pero ante la duda el coraje superpone un rasgo inequívoco de sobrevivencia absurda. Y son los árboles y su
canto fatigado de inviernos solos, los que me alientan con un vaivén
parsimonioso de viejo sabio. Y vuelvo a mí, me reencuentro con el valor
necesario para advertir la herida y cobrarle a la existencia las hojas
desmanteladas. Porque los calendarios zozobraron hace rato en el fondo de una
marea sin tiempo y no sé decir mi nombre extraviado en la impertinencia de un
segundo que no reconozco, pero que me lleva para siempre. Como dar vuelta una
página, abrir los ojos al temor de no pertenecer. Y con los ojos abiertos
seguir en el bosque, sola, amenazada por el miedo absurdo a desmoronarse,
mientras el tiempo se agita a golpe de minutero en el disturbio de una tristeza
que languidece al soplo del viento sobre calendarios que no importan a nadie,
como las hojas de un invierno furioso. Pero yo sé que los sueños avecinan un
temporal. Yo sé que dentro de los sueños se abre otro tiempo desordenado que
contiene todos los tiempos desgajados en la vigilia, mendigos en la vigilia.
Por eso me muero de una herida antigua que ya no duele tanto, porque me la
arrebatan a punto de morirme. Y es el juego de cerrar los ojos sólo un momento,
o voltearlos sobre los días de esperanzas idas, lo que vuelve importante el
olvido de mí, la anuencia ante lo inevitable. Yo le ofrezco al tiempo un
itinerario de estaciones vagas cubiertas por recuerdos fogosos. O le doy la
brevedad del gesto, la insensatez de la caricia insinuada, la profunda afección
de un poema deshilachado. Y retomo el camino de los rebeldes donde hay
añoranzas de cuartos con olor a olvido, a ciénagas donde me aturdo de recuerdos
y violines sin cuerdas como zapatos desabrochados. Como eso.
Y quién
es ésta la que escribe
Y quién es ésta la que escribe
desde cuándo recibe la anuencia de la letra
los hombres van con sus carros colmados
ellos fuerzan la historia y su avaricia
y quién la deja ahí
empotrada en su búsqueda maliciosa
y quién le otorga el deseo
y el desenfado de pecar
y quién deja sonreír a la que escribe
por qué en la ausencia se solaza
y por qué va y vuelve del verso al dolor
del dolor al descuido
del descuido a la risa
y por qué se permite el descaro de escupir
y por qué respira
y por qué es
y por qué camina entre nosotros la que escribe
y por qué no cede el paso ni da su asiento
y por qué es ingrata de amores
Dónde se esconde la que escribe
dónde reza (si es que reza)
por qué en el río áureo de los bebedores
no calma la sed de su existencia
y por qué duerme con los ojos abiertos
y por qué grita
y el arrebato de matarse cada día
De dónde sacó los cigarros la que escribe
de dónde las palabras para auto-realizarse
quién le trajo un cargamento de visiones
por qué no se acuesta más temprano
por qué ha parido la que escribe
esos libros anochecidos
por qué es una pulga en la oreja
una mosca en la sopa
una caja de Pandora
por qué tan insaciable la que escribe
por qué tan deslenguada
por qué regresa si la echamos tantas veces
por qué nos mira de reojo
por qué tan altanera
por qué la luna le alumbra más temprano
por qué los gatos
y las premoniciones
y las maldiciones
y su desesperanza
y su esperanza
por qué tan ancestral la que escribe
Y esos versos que le cuelgan de los ojos
Cinco.
A dónde se fue la
que escribe los versos turbios. Sólo me percaté que dejó su cuarto a media
mañana y que temblaba de frío o de un miedo extraño que le daba a veces cuando
creía ver lo que otros no, y se aferraba al día deseando que todo sucediese para
que le creyeran y no sentir que se volvía loca de veras. Pero lo cierto es que
se deslizó por la cara oculta de la torpeza, se descolgó del mediodía como de
un vagón estacionado, y se perdió hablando algo inteligible de cordura falsa.
Fue un alivio verla marchar con los brazos decaídos como la mujer que alguna
vez vio desde su ventana y que la hizo derramar un llanto melodramático. Su
vida fue siempre un paso hacia el absurdo, sobre todo cuando creía ser feliz pero
lloraba con una mueca que le distanciaba de la belleza. A ratos pensaba cosas
iracundas y se venía cuesta abajo desde la cama al piso y seguía dormida con
los ojos abiertos recordando un día de verano de otro tiempo. Alguna vez pensó
en establecer un itinerario para bailar una música de ritos inventados para que
nadie pudiese seguir la fantasía de sus manos atrapando el aire. Decía que la
habían traído en una placenta literaria, que no era sangre sino tinta lo que le
escurrió a su madre cuando ella vino de visita a este mundo pequeña y roja. Y
decía que los poemas lo encontraban a uno, que era como salir y que un
desconocido te hablara con palabras tuyas pero en sentido inverso. A ratos se
creía más importante que cualquiera de nosotros y a ratos decía que no, que no
era nadie, que estaba de paso como las palabras que luego se olvidan, pero
siempre permanecía en los bordes, alertándonos con su presencia,
corrompiéndonos con su desgano. Decía que le dolía el mundo personal porque los otros son el infierno –decía– y las horas se le pasaban tratando de
convencernos que la poesía es un hálito que sale de la boca hacia el silencio
para que el silencio se sonroje. Tenía unos días verdaderamente tristes, afirmaba
que por los sueños, pero eso siempre lo explicaba en los sueños mismos que eran
de ella sola, y nosotros acá afuera mirando su cara entelada, con deseos que se
marchase de una vez con su cínica inocencia y su deseo de ser amada por sobre
todas las cosas como si fuera una cosa importante de amar. Afuera corría un
viento que descolgó todos los techos cuando decidió que ya no decidiría nada, que
no valía la pena, que le daba un cansancio con sueño pensar, que tampoco
terminaría ese discurso de su vida que comenzó a escribir alborotándonos a
todos, como si necesitase que le dijeran que podía hacerlo para continuar,
creyendo que éramos estúpidos, que lo haría de todos modos, de noche, pensándolo
a solas, urdiendo la trama, engañándonos, espiando el mínimo gesto,
descubriendo el escondite del veneno que pensábamos darle para no sentirla
nunca más cerca, para que supiera que la estábamos echando hace tiempo, mientras
escribía lo que todos odiábamos que escribiese. Hasta que decidió irse. Lo dijo
con un tono solemne aprendido de otras fugas anteriores. Lo decidió el día que
se cayó el campanil de la universidad, en el momento justo del estruendo, para
que viésemos la modulación torpe de sus labios, la leve intolerancia del gesto,
para que no escuchásemos la palabra, para afirmar que sólo ella podía leer la
boca de los muertos. Alguien gritó, lejos, en la calle, era una mezcla de frío
con tedio, pero ella dijo que la apuraban las voces del otoño, que debía mirar
el árbol de las palabras que se había regalado el verano pasado, que recogería
las hojas porque eran sílabas de palabras disléxicas, que la vida es una carpa
de circo pobre, lo dijo pálida y vehemente, como si no reconociéramos que esa
era una frase antigua, la había escrito en un muro del sueño veintidós del mes
tercero, que había pasado semanas reflexiva, torpe y reiterativa con aquello de la significación
que nos hacía sentir culposos y perseguidos. Por eso si me preguntan, si se
atreven a mí a preguntarme por la de los versos turbios, les respondo que nos
tranquiliza este abandono. Y si agregan que tenía una insignificancia que la
hacía parecer tercamente decidida, que verla en la ventana oteando el mundo era
animar lo inanimado, que lloraba con la caravana de muertos que venían por el
lado este de la calle todas las noches, les reitero que nos alegramos con una
risa de veras. Les digo también que arrastraba ganas como de vivir muriéndose y
eso nos enfermaba. Que a propósito descargaba unas gárgaras de agua en las
tuberías para que el agua nos inundara los pies, sólo para decir que eso lo
había presagiado su sueño setenta y siete y que era verdad, que del otro lado
de los párpados de la vida aquella, desordenada de imágenes, ella no quería
volver. Lo decía para que le rogásemos que se quedara, pero le hacíamos un
silencio grande como el muro donde había escrito su frase, la mirábamos sin
verla mientras preparaba la casa a nuestro antojo, mientras se daba el gusto de
hacernos infelices. La culpa siempre fue de ella, la cargaba como un trofeo
personal e intransferible, la tenía como una joroba que a veces le dolía, o
decía que le dolía para que la acariciáramos con desgano antes de dormirnos con
ingrata felicidad por sentirla cerca. Sólo por eso, por saber que escudriñaba
la penumbra con ojos de gata malhumorada complacida en su tarea de vernos
consumidos de su presencia. La verdad es que no creímos que se fuera, la verdad
es que nunca creímos nada de ella: ni los versos, ni su esmero en escribir lo
que al cabo decía que le llegaba solo, como si se lo dictaran, ni su filosofía
nauseabunda para definir los contornos de la mirada, ni sus gritos, ni los
silencios, ni la forma asquerosa que tenía de pedir atención exclusiva, su
pretensión absurda de ser lo único que nos importe. Ahora sabemos que era
culpable, y que a lo mejor ella sólo tenía razón en eso. Siempre fue culpable y
nos hizo creer, porfiadamente se empeñó hasta hacernos creer que venía de una
placenta literaria y que su primer llanto tenía una melodía de patio solo y con
lluvia en un otoño miserable.
Seis.
Hasta que dijo que
no le importaba Hasta que lo fue entonando despacito como si la voz brotara de una laguna en el centro del estómago
y comenzara a hacerse cargo de todo el peso por su cuenta Afuera unos locos tiraban
escupitajos de fuego que incendiaba la lluvia que galopaba a trote veloz sobre
todas las cosas de la noche Y ya no desobedeció la necesidad de tejer un velo
para esconder el otro velo que puede romperse con el ruido torpe de la verdad
sobre un paisaje de mentira Lo dijo suave y serena como se habla cuando nos
acostumbramos al fracaso que dormita haciéndonos creer que todo se realizará en
un ritmo de preludio y no de comparsa pero la verdad es que la belleza busca engañarnos
con giros torpes de muchacho ebrio Aquella noche vinieron unos cuervos a otear
el borde de sus sueños y las prendas colgadas en el baño goteaban una humedad
de sexo consumado Ella se dio treinta y tres vueltas en la cama antes de soñar que los hombres se zambullían en un mar
turbio y que ella vivía donde mismo pero que su casa se desplegaba como una
vela de barco viejo que naufragaría en el intento de ser uno de verdad Se
adentró en los brazos de su madre que comía unos caracoles en un jardín seco
por un sol quemante y ella le dijo que siguiera la ruta del mar para buscar la
llave de la lluvia Pero ella pensó que los muertos no entienden cosas de los
vivos y prosiguió arrancándose los cabellos para enumerar los sucesos que no
deberían importarle A ratos se proponía escribir un libro de infancias
arrebatadas por el determinismo que le da a la vida por robarnos todo pero
luego le atraía la idea de no escribir para que el estómago se le alumbrase de
un rabia contenida que la llenaba de luciérnagas por la noche En su cabeza
siempre bailaba un cuadro de Van Gogh Era una acuarela de árboles en la madrugada
Árboles teñidos por el carbón negros y cadavéricos Las casas tenían un techo como de noche
perpetua y las mujeres parían niños que no reconocían entre tanta oscuridad A veces
tomaban la sombra del niño y la amamantaban por eso el pueblo tenía también hombres
transparentes como atardecer de invierno Eso Van Gogh lo mostraba una y otra
vez hasta que empezó a dudar de sí mismo por aquello de las sombras transparentes
que dibujaba Hasta que tampoco le importó el arte infecundo de mostrar una cosa
por otra que es en definitiva la historia del arte mismo Tampoco lloró
demasiado al darse cuenta que escribía cartas para exponer su verdad pero que
siempre terminaba llenando unas páginas de historias raras que apenas la
reflejaban Luego pensó que los reflejos tampoco eran necesariamente una
falsedad sino una incertidumbre Pero fue cuando lo dijo cuando se atrevió a
confesárselo en ese tono alocadamente susurrante con el que enfrentaba a la
noche junto a la ventana y vio que de la boca le salía el aliento con un vaho
transparente que nubló un largo momento el vidrio Fue allí acodada en el marco
de la noche gélida que sintió una liviandad que se parecía al desencanto pero
tibia Entones pensó que las cosas importan para que a una se le llene la cabeza
de historias bárbaras y que todo era simple como no ser o ser a ratos dejarse
llevar por una oscuridad aparentemente indefensa y escribir en su cuaderno
ciento treinta y siete veces que no le importaba que ella había encontrado un
tono mayor a la tristeza que ocasionan las cosas que importan Porque se dijo
pensando en un ataúd de cuero negro con una mujer adentro que divisó en el
sueño ochenta y cinco todo no es más que un paso seguido de otro un trayecto
hacia la transparencia de los dibujos de Van Gogh y él lo sabía él sí que lo
había descubierto en el fondo de una mina con el cuerpo doblado en la oscuridad
que debía reencontrar más tarde cuando se apuntase con el revólver luego de
pensar que ya no le importaba Con el estruendo se esparcieron sus pinturas
Salieron por la ventana y tocaron la de ella que repetía como un rezo hasta ese
momento absurdo que no le importaba al ritmo de la mano que lo escribía en
desorden afiebrado en una hoja de invierno que había recogido de la calle Vio
los bocetos pegados a los vidrios traídos por un viento repentino Observó las
sombras transparentes Y abrió la ventana para que entrase todo lo negro y se
tendió en el aire como un pájaro en picada
No soy
la misma
No soy la misma
no
la misma nunca
ahora
me fugo
escondida vivo
de lo que es
de la vida
la misma que buscaba
la misma
ahora me encierro
me refugio
y siento que todo pasa
y no me importa
que todo pase
o que nada
soy el topo
Franz
el topo de la Torre de Babel
escribo un diario del fracaso
que luego me olvido de recordar
recibo con atención a los amigos
me saco el sombrero Hölderlin
los saludo a todos
con respeto
con desprecio
porque escribir es padecer
un caso clínico
es toda la ceniza que dejan las cosas quemadas
dice Elliot
y humildemente agregaría
que es también
las cenizas dispersas en el viento
las mismas
haciéndose nada
porque no ser la misma
significa necesariamente
al parecer
ser otra cosa
No sé cómo explicar que no se es
a secas
que lo que se arrastra por la tarde
es un espacio
de donde uno estuvo
cuando fue
es decir un peso físico
el peso del vacío
vivimos en el vacío
vivo
naufrago
todo el tiempo
me digo
qué haré con todo el tiempo
que dejó de importarme
luego pienso que el tiempo
es otro vacío
imaginario
que si no estoy
los poblados de mi tiempo
se derrumban
se descascaran
desaparecen
no soy la misma
porque he desaparecido
en la locura de escribir
más aún en la locura de vivir
o en escribir desde la locura
Marguerite ya lo dijo
cuando
escribo…etc. etc.
Abro y cierro puertas
sin esperar a nadie
el olvido no es largo Neftalí
es más tediosa una memoria perpetua
que circule
sobre las mismas cosas
eso me dice Borges
que siempre fue él mismo
en los espejos
arañándose los ojos
de tedio
ahora escucho campanas innecesarias
para este poema
campanas como timbres
en edificios solos
donde he fumado
pensando en lo que haría
si fuera otra
después todo lo he tirado
pensamientos
deseos
borradores estúpidos
estúpidos lazos
me quedo con los cigarros
humeando
con la marca de mi labio
cuando me levanto
cuando me acuesto
la foto de Virginia a mi diestra
la foto como si fuera tinta
como si me llamase
donde no hay nadie
porque no soy la misma
mis tristes fantasmas
si hasta Bécquer los abandonó
en una biblioteca
y se fue a morir
solo
porque no era el mismo
no era dueño de nada
masticó su pan
tragó su sangre
y se fue sin hacer ruido
persiguiendo el aire que se le iba
Se puede no ser el mismo Rimbaud
se puede ir por el mundo sin pierna
sin poesía
vivir mutilado
mirarse con ojos nuevos
cuando se traspasa la aventura de ser
la complacencia
el estudio
de nuestra geografía
de nuestras vidas pasadas y por venir
no deseando otra cosa
abro y cierro puertas
saludo a todos con desprecio
sobre todo a aquellos que guardan silencio
un minuto
tan sólo uno
ante el absurdo
que nos hace creer
que siempre
siempre
somos los mismos
Los agujeros de la tarde
Los agujeros de la tarde
Medallones circulares
Un ojo
Acaso la yema de un dedo tapará este sol
Una luz al fondo de mí es el único rincón que
me aguarda
Abro la caja de la noche
Abro la boca de la noche
Y las estrellas me ahogan
porque no cabe más luz al fondo de mí
Yo tenía un sueño fragmentado un rompecabezas
en el asilo para locos de remate
Tenía una cartera roja y un bolso negro
y las palabras salían de mi boca como baba
oscura
porque sólo lo oscuro enciende el fondo de mí
Vivo en un circo colgada de un trapecio
el trapecio no se mueve sólo el circo
Hago piruetas estrafalarias
Bebo un café que me regaló Hemingway
cuando le conocí en París y él creyó que era
una fiesta
pero estábamos solos en los trapecios
A veces los agujeros de la tarde se
multiplican
como agua alrededor de las rocas
En sueños me atacan caballos feroces
huidos de alguna parte
En sueños armo el rompecabezas
y luego se resquebraja como un paisaje
lluvioso
En las tardes duermo un sueño prestado
(todos somos prestados a este mundo)
Esta cama no es mía como tampoco mi sueño
ni este cuarto donde sueño el sueño prestado
Ni la casa toda es mía
Ni yo soy mía
Ni lo que escribo
Ni eso que me hace escribir
Ni los caballos que desaparecieron
Los agujeros de la tarde son las flechas del
tiempo
Perforaciones al fondo de las cosas que no han
de ser mías
Yo sólo hago piruetas estrafalarias
En el fondo de mí hay un corredor que lleva a
ningún sitio
esa mínima concurrencia a la certeza
ese susurro miserable
en mi circo miserable
esa locura de ver agujeros en la tarde
es mi equipaje
Yo soy la muerte y la vida
Quién crea en mí verá los trapecios colgados
del silencio
Verá los otoños cubiertos de flores
Oirá la sinfonía del aire con el aire
Y dormirá con un reptil muerto entre los
dientes
I
La muerte con su traje de fiesta
Los cuchillos arrastrándose por la carne
La mano comiendo los despojos
El finísimo hilo donde oscila la existencia
El duelo inevitable
La clausura del verano
II
No te vuelvas
la calle es un funeral
y un silencio maldito
se apoderó de todos
los que miran al sur
por donde llevan las flores
III
El silencio
es un duelo colectivo
en el que todos soñamos
ser libres
a pesar de los pies
clavados al madero.
http://alejandraziebrecht.blogspot.cl/2011/07/
https://poetassigloveintiuno.blogspot.cl/2010/07/252-alejandra-ziebrecht.html
Palabras y discursos de ALEJANDRA ZIEBRECHT
Hoy quisiera hablar de las palabras, las mismas que
han conformado un órgano inmenso que ha dado curso a la elaboración de la historia
compleja y siempre cambiante en la que nos movemos. Alguien determina, como
usando el modo imperativo, determina, digo, qué roles han de cumplir las otras
palabras, qué órdenes obedecerán, qué palabra se designará para que entendamos
que estamos siendo regidos, ajustados, numerados o sometidos a otra palabra que
significa sistema, dictadura, capitalismo, neoliberalismo o religión.
Para quienes escribimos, cada palabra tiene un tono,
un tañido, un estruendo mínimo o alocado, un temblor que es el mismo de la
respiración de quien escribe, y que la palabra reconoce e imita en el texto
escrito. Hace años, las palabras podían ser nuestras peores aliadas, podían
contribuir a que se nos diera electroshock, porque eran palabras que no
correspondían con nuestro rol de mujeres, y la sociedad ha sabido siempre que
el mejor modo de aplicar el silencio es la persecución, el enclaustramiento, o
la locura. Designar que una mujer está fuera de sí , era fácil, porque ya
estaba signado que la literatura está fuera de lo normado, de lo que se tiene
como regla; fuera de la palabra imperativa, conveniente y cómoda: es una
insurrecta. Y las escritoras insurrectas significaban un peligro enorme, porque
la insurrección puede ser capaz de emocionar y transformar el pensamiento, cuestionarlo,
y buscar una nueva forma, es decir otra palabra para decir lo que realmente
quiere decir la mujer. Pero lo que quiere decir la mujer ya estaba dicho: y
cito, “el hombre viste a la mujer y luego se enamora de la vestidura que él le
ha otorgado, no de la mujer en sí misma, sino de la construcción que él ha
hecho y que ha superpuesto sobre ella”, en palabras del Nobel Octavio Paz, en
su libro “El Laberinto de la Soledad”, vale decir, no tenía sentido buscarnos
entre las palabras dichas por los hombres, era un trabajo fallido desde su
génesis, ya que ellos, los literatos y los críticos podían hablar de nosotras
como si fuéramos “lo otro”, eso que podemos poner por delante y darnos al
ejercicio de analizar y desentrañar en su totalidad.
La historia está tristemente cargada de insurrectas en
el arte, es fácil nombrarlas: Silvia Plath, Alejandra Pizarnik, Sor Juana Inés
de la Cruz, Alfonsina Storni, por nombrar algunas de diferentes litorales y
épocas. La mayoría de ellas fueron diagnosticadas como bipolares, suicidas en
potencia, y lo que es más importante, fueron recluidas de distintas maneras
signándoles palabras distintas que pudieran significar lo mismo y
atribuyéndoles a su literatura un rótulo que fuera algo así como producción de
segunda categoría: “poesía confesional”. Yo no sé si la literatura escrita por
hombres es capaz de fundarse en nada, no ser confesional, ser algo así como
palabras que no tienen que ver con una historia que les haya conmovido, que no
sea parte de su historia personal o colectiva de hombres, que nada tenga que
ver con su forma de amar o de construir a la mujer o destruir a la mujer amada,
ya que, en cierto momento, la mujer “musa”, también debía cumplir a cabalidad
con la palabra que el sistema imponía, por ejemplo, obediencia. Y así nos
encontramos con grandes clásicos de la literatura donde por obra y magia de la
pura inspiración, la heroína se salió con la suya en varios capítulos, intentó,
desesperadamente, revelarse ante su creador, y corrió con todas sus fuerzas a
través de casi toda la novela, y le hizo cortar ataduras, romper
convencionalismos, atreverse por ella, enamorarse. Pero el costo que hubo de
pagar esta insurrecta, fue la furia del creador, quien a duras penas entendió
que la única forma de dar una lección de “buenas costumbres”, era matándola,
obligarla a tirarse a un tren, beber veneno lentamente, ser aborrecida por
todos sus amores, desaparecer en el silencio absoluto. Sí, estoy pensando en
Ana Karenina, en el gran Tolstoi. Yo no sé si los hombres pueden liberarse de
su infancia y sus determinismos, de los arquetipos que ellos mismos definieron
a su antojo, lo que sostengo es que la escritura de mujeres siempre ha sido
juzgada desde la mujer que la escribe más que de la obra que ha sido capaz de
construir. La historia personal se transforma en el peor antecedente de una
obra escrita por mujeres, sabemos de antemano, nos lo han hecho saber los
críticos y los estudiosos en cada época, que ella era abusada de pequeña, como
el caso de Virginia Woolf, que de ahí su fascinación por tal o cual cosa,
importando muy poco agregar que su sensibilidad sobresaliente no fue capaz de
soportar una guerra que ya tocaba su ciudad natal y a sus amigos más queridos,
algo que perdonaron sin vacilar en todas las obras escritas por hombres, donde
sostienen hasta el cansancio, que una obra debe, palabra interesante, “debe ser
leída y apreciada sin tomar en cuenta la vida del autor”, que la obra vale por
sí misma. Y como la obra vale por sí misma, las mujeres han sido sometidas al
tedio que les ha significado ser re-estudiadas, re-descubiertas y analizadas en
épocas que han dictado mucho de las que ellas vivieron. Y la mayoría de las
veces este ejercicio de rescate ha sido realizado por otras mujeres que
venciendo los convencionalismos, se han restado a conformarse con la historia
oficial y se han encontrado con algo más que interesante: que a pesar de sus
vidas mínimas, de sometimiento, como las Bronté, autoexiliadas, como Emily
Dickinson, a pesar de ser abandonada y con hijos y sin dinero, como el caso de
la descollante Silvia Plath, a pesar de eso, su literatura viajó mucho más allá
de ellas mismas, mucho más allá del sentimiento de no pertenecer, de ser una
judía y albergar ese sentimiento de no pertenecer a sito alguno, de pasarse noches
puliendo una palabra, porque era tanto el amor por ellas, que su vida no
alcanzó para albergar otra cosa en su cabeza que las ganas de dominar su propio
lenguaje, de someterlo y ser más ella dentro del mismo, como es el caso de
Alejandra Pizarnik.
El camino por la búsqueda de nuestro propio lenguaje
ha sido largo y aún no termina de acontecer, todavía buscamos, desde diferentes
frentes de conocimientos la entrañable caverna tibia donde las palabras sucedan
como algo muy nuestro y no como prendas que se nos conceden y que debemos
ajustar a nuestros cuerpos escriturales. Todavía debemos feminizar el contenido
del diccionario, no con la trivialidad de decir el cuerpo o la “cuerpa”, como
sucede cuando miramos someramente y con ganas beligerante el lenguaje frente a
esta hegemonía ejercida por el hombre sobre él. No. Es un ejercicio profundo,
porque hay un conocimiento basto de la ciencia, que ha imperado por siglos, que
nos ha determinado y nos ha hecho actuar de acuerdo a ese determinismo que se
nos ha inculcado desde pequeñas, fracturando las palabras, rompiendo sus
órganos de modo tal que no puedan conformarse como un cuerpo poético, literario
o político, y toda manifestación estética es un discurso político, tiene que
ver o da cuenta de nuestro enfoque, de nuestra subjetividad irrenunciable a la
hora de observarnos y observar el mundo al cual pertenecemos, y que es en donde
se gesta el discurso artístico, que está irrenunciablemente comprometido con su
época porque es hijo de su tiempo, sin excusas.
Hoy en día se le pide a la literatura que sea
divertida, que nos saque de las cosas que son verdaderamente importantes: que
nos distraiga, pero aun así, se le pide a las mujeres con mayor ahínco que
dejen de escribir estupideces, cosas light, como si fueran las mujeres
solamente quienes tuvieran que hacerse cargo de esa palabra y la carga de ella:
los hombres pueden escribir libros de chistes, que son algo así como un Boom
anticipado en las redes sociales, un pre-estreno que pasó con éxito la crítica,
pero una mujer es vulgar, pretenciosa, aunque se haya dado el tiempo de
investigar el tema que trata, su literatura no alcanza, es solo Best Seller y
por lo tanto no tiene valor, porque vende y si vende es hija de fulano que ya
escribió eso hace tiempo y ella tuvo el atrevimiento de copiarlo, de abusar de
un género que no estaba ahí para ella, como el caso de “ La casa de los
espíritus” de Isabel Allende, que tuvo la fortuna de irse de acá a tiempo, y no
terminar sus días escribiendo un artículo por mes en una revista de moda. Por
otra parte están las editoriales y su comercio, con sus exigencias que,
fácilmente pueden ensombrecer el intelecto femenino a cambio de que produzcan
trilogías que le permitan sobrevivir sin apremios, sacarlas del miedo a ser
desconocidas, cumplir con las demandas del imaginario sexual masculino; cumplir
la norma. Los hombres han establecido tendencias dentro de la literatura, han
jugado con los modos de decir, los cómo y qué decir, porque es “su lenguaje”,
su cuerpo de palabras que ha estado siempre ahí para ellos, como un maniquí que
exige el vestuario apropiado para las diferentes estaciones: las mujeres aún
estamos en la tarea de juntar los guisantes, de aromatizar las palabras, de
unir lo que nos es singularmente apropiado a nuestras sensibilidades y a
nuestro modo de pensar. Y todavía tenemos miedo a pisar fuerte, porque no
queremos dar prenda, como rezaba ese jueguito que era nuestro cuando pequeñas,
no queremos ser gallinitas ciegas metiéndonos en la jaula del depredador,
porque todavía nos golpean y nos matan cada día por no usar la palabra
apropiada, porque cada día nos hacen responsables de nuestras propias muertes,
porque hacen nuestro el problema de morir en manos de la violencia de las
palabras que se llaman golpes, órdenes, sometimiento. Porque sabemos que
nuestro cuerpo universal es el cuerpo de una sola mujer castrada o cortada o
lapidada, en cualquier latitud, porque debemos, muchas veces, dentro de la
literatura misma, morder en la boca la palabra que nos defina, y que nos libere,
antes que el autor nos persiga y se dé cuenta que estamos siendo insurrectas y
nos mate unos capítulos más adelante en una noche cualquiera.
Y habría tanto más que agregar respecto a las
connotaciones y aplicaciones que se les ha dado en la literatura a temas como:
el viaje, una exclusividad de los hombres, que necesitan la aventura y los
nuevos amores, o los inspira la necesidad de saber, porque ellos sí pueden
llegar a ser sabios, a Hipatia de Alejandría la sabiduría le procuró una muerte
horrenda por parte de los nuevos cristianos, quienes la desnudaron por impía, y
le arrancaron la piel con conchas de almejas y la dejaron para que inspirara
miedo, para que las otras insurrectas no se atrevieran a alzar la voz, a mirar
el cielo y descubrir allí nada. El hombre mientras tanto seguía viajando,
luchando con cíclopes, brujas, diosas malvadas que lo alejaban de su amor,
mientras la mujer tejía, o miraba el mar o se vestía de rapunzel en un cuento
para niñas, le ofrendaba sus trenzas para que el llegara hasta ella, y le
facilitara la libertad, o la besara para darle la vida, porque antes de él, su
vida era un letargo sin sentido, sin pensamiento, sin acción. Eso aprendimos en
las noches de invierno, lo escuchamos de nuestras madres, mientras los hombres
bebías y hablaban de cosas importantes, mientras confiaban en el hijo varón y
seguían componiendo la historia, agregando capítulos, atormentados por el qué
harían con las hijas mujeres, quién daría algo por ellas, consumiéndolas en la
cocina, mientras las hermanas Bronté escribían entre la pobreza y la tisis,
ausentes del dinero familiar que gastaba su hermano en juergas, buscando la
inspiración para sus poemas, soñando con la fama.
He aquí a la mujer indisciplinada que sobrevivió a los
campos de exterminio de la sociedad. He aquí a la mujer que recibió un disparo
en la cabeza por defender su derecho a estudiar. He aquí a la mujer que hurga
desesperada por encontrar las palabras y los discursos donde se vea como en un
espejo, y ame ese reflejo. He aquí a la mujer que no fue concebida de ninguna
costilla, porque su camino ha sido dificultoso, y muchas veces la ha consumido
el fuego de una fábrica o el fuego de la hoguera. He aquí a la mujer que
continúa, como Ariadna, tejiendo y dejando la huella de su propio discurso.
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