Del libro Los círculos, 1988, Ed. La Trastienda, 1996.
raulina yagán yagán
Raulina Yagán Yagán, la última yámana de Tekenica
y de Ukika, poblados de nutrias y sembraderos vecinos
a la crueldad de las redes y el mar, murió un diez
y siete de abril de mil novecientos ochenta y siete.
Raulina Yagán Yagán no dejó más descendencia que
uno que otro tejido a telar, que la infeliz hubo de
aprender para sobrevivir, porque el mínimo empleo
repelió su oficio de entrelazadora de canastos y
canoas en miniatura.
Y así, Raulina Yagán Yagán, la última yámana de
Tekenica y de Ukika subió a los cielos donde Pedro,
en nombre del Dios Padre Todo Poderoso la recibió:
-¿Tu nombre?
-Raulina Yagán Yagán, repuso la indígena con la
cabeza gacha, y luego agregó, Annu lalayala...
-¿Qué dices?, interrogó el Blanco Santo.
-¡Los he dejado!, ¡Ya los he dejado!, ¿Dónde puedo
encontrar a mi padre dios yámana?
-¿Tu dios padre yámana?, ¿Te refieres al dios padre
de los yaganes?, insistió algo desconcertado el bueno
de Pedro.
-¡Sí!, sisí, se esperanzó Raulina Yagán Yagán.
-Murió, Raulina, tu padre dios murió el diez y siete
de abril de mil novecientos ochenta y siete, en la
tarde.
maximiliana pirul
Y llegaron los días en que el dolor de la Patria
debía hablar.
Y llamé a Maximiliana Pirul, que era madre de José
el cantor parroquial y le dije:
-¿Por qué
lloras?
-Aprehendieron
a José mi primogénito.
-¿De qué lo
acusan?
La
mujer-abnegada repuso entre dientes:
-De tener la
voz como caída del cielo.
angelina
quilleleo
-Se me han endurecido las palabras, rezongó
Angelina Quilleleo.
Luego agregó, con la frente clavada al confesionario:
-Cuando era moza podía hablar de los ojos de los
árboles, de los troncos llorosos de la luna,
de las caras de las tortillas madurando sobre el
fogón.
Entonces los campesinos y el runrún de los Temus
me decían:
-¡Qué bien cantas con palabras, Angelina Quilleleo!
-Un día, cuando en abril era julio, un mercader
me
refirió la capital: «Es un hechizo, dijo: los
edificios
son espejos encantados. En ellos puedes verte de
cuerpo entero o al revés, (con la cabeza pegada al
pavimento y los pies como perdidos en el cielo).
Además, no escasea la harina, ni la azúcar, ni la
plata».
-Me vine, pues,
señor cura, susurró Angelina
Quilleleo, porque el Norte era la tierra de los
elegidos.
-Pero no había
azúcar, ni harina, ni plata y los
edificios me daban el mismo miedo que alguna vez
me inspiraron los chuchúes que habitaban los cuentos
de mi abuela Fresia, que además de vieja y pobre,
era sabia.
-Y así, las palabras se me enduraron y he debido
hurtar menestras a la mala muerte.
-Confieso que he pecado, sollozó Angelina Quilleleo.
La ventanilla
del confesionario se abrió. El cura y
la mujer se miraron.
El cura, con
visibles hilillos de sangre en la frente,
dijo:
-Anda mujer, no hay penitencia.
lucrecia
millapi
Fresia Millapi
tenía una hija llamada Lucrecia.
De la voz de Lucrecia Millapi se decía: Es dulce
como el canto que se aprende de la cuyuca. Y de
su pecho emotivo: Se lo prodigaron las loicas.
Lucrecia Millapi ayudaba a su madre. Cuando
ambas salían cargando las sábanas, las pobladoras
secreteaban: Se le parece a los ángeles.
Lucrecia Millapi murió siendo niña y Fresia, su
madre, lloró tres largos días y tres noches largas,
al cabo de los cuales le sobrevino el consuelo:
Bueno, pensó la mujer, Lucrecia no merecía
mi suerte.
Del libro Los círculos, 1988, Ed. La Trastienda, 1996.
raulina yagán yagán
Raulina Yagán Yagán, la última yámana de Tekenica
y de Ukika, poblados de nutrias y sembraderos vecinos
a la crueldad de las redes y el mar, murió un diez
y siete de abril de mil novecientos ochenta y siete.
Raulina Yagán Yagán no dejó más descendencia que
uno que otro tejido a telar, que la infeliz hubo de
aprender para sobrevivir, porque el mínimo empleo
repelió su oficio de entrelazadora de canastos y
canoas en miniatura.
Y así, Raulina Yagán Yagán, la última yámana de
Tekenica y de Ukika subió a los cielos donde Pedro,
en nombre del Dios Padre Todo Poderoso la recibió:
-¿Tu nombre?
-Raulina Yagán Yagán, repuso la indígena con la
cabeza gacha, y luego agregó, Annu lalayala...
-¿Qué dices?, interrogó el Blanco Santo.
-¡Los he dejado!, ¡Ya los he dejado!, ¿Dónde puedo
encontrar a mi padre dios yámana?
-¿Tu dios padre yámana?, ¿Te refieres al dios padre
de los yaganes?, insistió algo desconcertado el bueno
de Pedro.
-¡Sí!, sisí, se esperanzó Raulina Yagán Yagán.
-Murió, Raulina, tu padre dios murió el diez y siete
de abril de mil novecientos ochenta y siete, en la
tarde.
maximiliana pirul
Y llegaron los días en que el dolor de la Patria
debía hablar.
Y llamé a Maximiliana Pirul, que era madre de José
el cantor parroquial y le dije:
-¿Por qué
lloras?
-Aprehendieron
a José mi primogénito.
-¿De qué lo
acusan?
La
mujer-abnegada repuso entre dientes:
-De tener la
voz como caída del cielo.
angelina
quilleleo
-Se me han endurecido las palabras, rezongó
Angelina Quilleleo.
Luego agregó, con la frente clavada al confesionario:
-Cuando era moza podía hablar de los ojos de los
árboles, de los troncos llorosos de la luna,
de las caras de las tortillas madurando sobre el
fogón.
Entonces los campesinos y el runrún de los Temus
me decían:
-¡Qué bien cantas con palabras, Angelina Quilleleo!
-Un día, cuando en abril era julio, un mercader
me
refirió la capital: «Es un hechizo, dijo: los
edificios
son espejos encantados. En ellos puedes verte de
cuerpo entero o al revés, (con la cabeza pegada al
pavimento y los pies como perdidos en el cielo).
Además, no escasea la harina, ni la azúcar, ni la
plata».
-Me vine, pues,
señor cura, susurró Angelina
Quilleleo, porque el Norte era la tierra de los
elegidos.
-Pero no había
azúcar, ni harina, ni plata y los
edificios me daban el mismo miedo que alguna vez
me inspiraron los chuchúes que habitaban los cuentos
de mi abuela Fresia, que además de vieja y pobre,
era sabia.
-Y así, las palabras se me enduraron y he debido
hurtar menestras a la mala muerte.
-Confieso que he pecado, sollozó Angelina Quilleleo.
La ventanilla
del confesionario se abrió. El cura y
la mujer se miraron.
El cura, con
visibles hilillos de sangre en la frente,
dijo:
-Anda mujer, no hay penitencia.
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