viernes, 6 de abril de 2018

VERÓNICA JIMÉNEZ DOTTE



LA DERROTA DEL MAR

Nosotros que tuvimos que pasar
por tantos puertos llenos de agitación
pernoctando en pequeñas lanchas
azotadas por la lluvia y por las olas
y que fuimos a un tiempo
alegres ebrios a bordo de cargueros sin destino
y silenciosos marineros abandonados en la bahía
nosotros que algún día soñamos en lechos
extensos como las velas de los barcos
y construimos un hogar sobre el viaje de las aguas
bendecidos por la música del mar en la noche
anclamos ahora en esta oscura rada
como náufragos arrojados a su suerte
vomitando espuma
con los pies enterrados en la arena
y la piel herida por la sal.

De Islas flotantes (1998)

NADA TIENE QUE VER EL AMOR CON EL AMOR

Nada tiene que ver el amor con el amor
nada tiene que ver la sed con el agua que arrebata
ni la primavera con la flor que se desprende del tallo.
Son solo ejemplos.

El amor tiene que ver con la costumbre de mirarse a los ojos repetidas veces
el amor tiene que ver con la costumbre
de buscar en los ojos contrarios el eco de un relámpago
o palabras amables tras las máscaras estrictas del silencio.

No tienen que ver con el amor las prolongaciones del estío
ni las hojas que se desprenden exhaustas de los árboles
ni las hojas que se aferran como gusanos de los árboles.
Es un ejemplo.

El amor tiene que ver con una casa aplastada por la lluvia
con habitaciones a oscuras y con charcos
con las tristes camisas aferradas al vacío del aire
con los chalecos sin destino empujados al fuego
con un par de ojos sofocados en su espejo.

El amor tiene que ver con la costumbre de mirarse a los ojos repetidas veces
y atizar las llamas de los charcos repetidas veces
y alojar la lluvia en habitaciones oscuras repetidas veces.

El amor tiene que ver con huir de nuestras habitaciones
con fundar en el barro una nueva ciudad para guarecernos
con vestirnos en nombre del amor con una nueva guirnalda de granizos
con detestar en nombre del amor los frutos y los árboles.

Nada tiene que ver el amor con el amor.
Nada tiene que ver el amor con las palabras que engendra.

De Palabras hexagonales (2002).


MARINA LLEGA CON LA LLUVIA

Estremecida junto a ti como en un sueño
no olvido ni recuerdo.
Canta el invierno y yo aparto de las otras
palabras recién venidas:
las que arrojamos bajo el arco del dolor
por donde las dos pasamos temblando
las que tejí en tus alas
para que ordenases con tu vuelo
el barro circundante
la soledad caótica que desampara.

La noche es una lámpara y vierte
en un soplo el aceite de los adioses.
En mi sueño pluvial gritan las sombras.
Los hitos implacables del porvenir
vienen y van como comparsas
como tibias tempestades en un mar sin sal
pirámides del llanto.
No recuerdo ni olvido
enhebro la aguja convulsa
que me descose de tu cuerpo
para que te recoja la tersa
trashumancia del día.

Espéranos en tu orilla
lluvia que está en la lluvia
míranos cómo estamos
ve cómo caemos en esto
una permanente presa del tiempo
esto que es la vida.

Tú avanzas entre algodones, crees ver el sol
y de pronto te sorprende una paletada de aire
y este vacío
amoblado con instrumentos de tortura.
Tu sangre se desprende de un círculo
para entrar en otro
como en un abismo intenso y palpitante.
Tú avanzas mientras el tiempo retrocede
y la génesis del candor se retira de la estría.

Pájaro de fuego, libéranos
de tus raíces frenéticas.

Tus manos se aferran a una esquina de la sábana
a una punta del destino.

La lluvia franquea el remanso de mi sueño
arrastra la corriente de otros días y canta
blanqueando el pozo negro de la tarde.

Yo sueño con una niña enredada en el aire.

La lluvia canta en el corazón de la semilla
escarba la tierra y arranca raíces: palabras
recién venidas.

Hija de la lluvia, detente
dentro de mis ojos, examina el fuego
tus visiones como llamas
colman mi sueño, un sol
de raíces doradas
sube por tu espalda,
mi mano se vacía sobre tu cuerpo
quiere cobijarte
niña que vienes de lo pleno
a lo que te falta.

Antes de ti, vino mi madre a tenderse en mi costado
su cuerpo encendió en mi sangre
una hoguera de premoniciones
mi madre se alojaba en mí
yo era su isla
hasta mí llegaba un mar adormecido
pero mis pies ardían.

Yo estaba colmada de mi madre
duplicaba sus caminos
me arrastraba como una sombra
por sus orillas.
Ella extendía sus ojos hacia mí
y en una visión de fuegos fugaces
te recostabas tú también, reunida
savia de nuestras miradas.
Yo ardía sobre el rostro de mi madre
me soñaba niña que teje naufragios
trazaba caminos sobre el agua
para llegar a ti, raíz anticipada
hondo viaje simultáneo
en mi cuerpo deshabitado.
Ahora mi madre se vierte nuevamente en mí
yo soy su fragua
abrazo lentas pupilas que se reúnen
en una luz que arde.

Yo sueño con una niña enredada en el aire.

Esto
no es un poema. Tú avanzas en un mar
de aguas revueltas
la lámpara se voltea nuevamente
y el fuego se derrama
tus ojos tan aptos para mirar dentro de mí
encienden fogatas lejanas.

El fuego define contornos de agua
gotas se desgranan en un fondo
de columnas que se abren como brazos
en un cielo ornamental, vacío.

Yo busco palabras hexagonales
un prisma se abre sobre la página, falta
quien escriba los pasos restantes.

Tus manos adormecidas sobre mi pecho
abren y cierran mis libros.

El centinela de nuestro sueño es un dormido.

De Palabras hexagonales (2002)


PALABRAS REDOBLADAS

Sepan, mis queridos hijos, que los soldados que me prendieron fueron cien; me dieron en el rostro ciento seis bofetadas; me levantaron del suelo por los cabellos veintitrés veces; fui angustiado y atormentado ciento setenta veces; me dieron mil seiscientos setenta y seis azotes atado a la columna;

caí en tierra desde el huerto de las Olivas hasta la casa de Anás siete veces; tropecé en el camino del Calvario cinco veces; derramé ciento dieciocho mil doscientas gotas de sangre; me dieron veinte puñadas en la cara; fui herido treinta y dos veces en las piernas; tuve diecinueve heridas mortales, setenta y ocho llagas mayores; mil picadas de espinas soportó mi cabeza; me molieron a puntapiés ciento cuarenta veces;

suspiré ciento nueve veces;

extendido sobre la Cruz me escupieron setenta y tres veces; los que me seguían del pueblo fueron doscientos treinta; tuve mil ciento noventa y nueve llagas cárdenas; fui tirado y arrastrado por la barba setenta y ocho veces; los que me llevaron atado fueron tres;

Y era uno solo el demonio, quien
sentado sobre un urinario
dirigía a la canalla
con azotes de sus siete lenguas.

De Nada tiene que ver el amor con el amor (2011)


LA MUERTE ES EL PAÍS QUE AMABAS

Mi abuelo esculpía lápidas en el fondo de la casa. Como si atravesara la sombra de un espejo, entraba serio y callado en la antesala de la muerte, premunido de un punzón con el que abría tajo sobre piedras y granitos. De la primera herida extraía el nombre del difunto, de entre una multitud de rostros extraviados. De la segunda sacaba una astilla de luz que guiaba sus manos para componer el sagrado corazón o el martirio, cuyas visiones apaciguan el luto.

Los grandes dedos de mi abuelo, entrenados en la delicadeza de los símbolos pequeños, revelaban la forma de espinas, aureolas o párpados suplicantes, latentes desde siempre en la materia. Su padre, un inmigrante que jamás habló de su patria, le había enseñado a labrar la piedra y a revocar sepulcros. Con los años, siendo viejo él también, conjuraba, como su maestro, muchas fechas de nacimiento y muerte.

No alcanzó a tallar sobre la tumba de su padre la inscripción que diría: “La muerte es el país que amabas”. Nunca imaginó la suya. Tan solo dos años quedaron grabados en su nicho: 1921 – 1982. Esos fueron los límites de su eternidad.

De La aridez y las piedras (2016)


MARTIRIOS

A ti, mamá, te ofrecieron el nombre de una santa, y tú repetiste el gesto y nombraste a tus hijos en honor del martirio de esas pobres gentes.

Era difícil no sentir pavor ante el relato de las escenas con que algunos culminaron sus vidas:

1. San Andrés, primer apóstol, quien fue crucificado en la región griega de Patrás, sobre una cruz en forma de X, en la cual estuvo agonizando tres días, tiempo que aprovechó para instruir a todo aquel que se le acercara, hasta que finalmente expiró;

2. San Marcelo, centurión romano, padre de doce hijos, quien arrojó la espada al suelo para manifestar públicamente su fe y fue condenado por ello a morir decapitado;

3. San Luis de Gonzaga, quien renunció al título de marqués para atender a los infectados por la peste negra en un hospital improvisado, hasta que contrajo la enfermedad que se lo llevó a los 23 años;

4. Santa Virginia, joven romana a quien su padre asesinó, hundiéndole una espada en el pecho, para librarla así de ser comprada y violada por un alto magistrado encaprichado por su belleza.

Y tú, que sabías que dolores aplacar,
escribiste una nota a pie de página para tus hijos:

Hay que sorber las aguas espesas de la Historia,
que nunca tuvo puntos altos o detenciones
(mira cuántos muertos);
no esquivar los golpes, no acobardar
ante el peso de las palabras y las preguntas,
el fuego y el hierro de nuestras vidas:

¿Y si me sucediera un día?
¿Y si ese día fuera hoy?

De La aridez y las piedras (2016)


CATÁBASIS

¿Cómo debería ser una persona
que vigila un horno?

Enciendo un cigarrillo
miro el tiempo convertirse en ceniza.

Soy la vieja cocinera de La strada
aprieto la mandíbula al aspirar
nadie ve
cómo se vuelve piedra
el corazón cercado por el humo.

Ella alimentaba muchedumbres
siempre había demasiada hambre.

El vacío tras capas de piel y de sudor
se disgregaba y se reunía una y otra vez.

Buscaba palabras: demasiado, innumerable.

Los superlativos
eran las formas abstractas de su herida.


* * * *


Hago cortes en la carne.
Por cada hendidura del cuchillo
ofrezco una reparación:
ajo, cebolla, especias,
buenas intenciones para el paladar.

Estoy adobando una fracción del día
rodeada por la sordera del calor.

Hago cortes en una parte tangible de la realidad:
un trozo de costilla extraída de una bandeja,
la parte de un todo, un hueco en el fantasma
que aún pasta receloso en la pradera.

Abro el horno y meto la única
porción de certeza de la que dispongo.

Cocinar obedece al deseo de atestiguar.


* * * *


Una cocina
una casa
una civilización
humo y ceniza.

Busco el paraíso
busco la verdad
paraíso y verdad

pero todo es salado y viscoso
como cebo de cerdo.

Amo el silencio
el silencio y el ruido
y el sonido de las olas.

Esto es aquello de lo que soy capaz:
un festín.

Porque la lengua es un extraño músculo
que ha consumado hechos gloriosos.

De Catábasis (2017)



Verónica Jiménez (Santiago de Chile, 1964). Escritora y periodista. Ha publicado poesía, narrativa y ensayo. Entre sus libros destacan los poemarios Islas flotantes (Stratis, 1998), Palabras hexagonales (Quimantú, 2002), Nada tiene que ver el amor con el amor (Piedra de Sol, 2011; traducido al italiano por la poeta Sabrina Foschini y publicado por Raffaelli Editore en 2014), La aridez y las piedras (Garceta, 2016), libro con el que obtuvo el Premio Municipal de Literatura de Santiago en 2017, y la plaquette Catábasis (Cuadro de tiza, 2017). Con su ensayo Cantores que reflexionan. Cultura y poesía popular en Chile (Garceta, 2014) obtuvo el Premio Mejores Obras Literarias del Consejo del Libro en 2012. Es autora, además, de la novela Los emisarios (Garceta, 2015).


http://letras.mysite.com/vjim101217.html




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